27.10.11

La plaza y el hombre

Había una plaza. No sabría decir si en todo el mundo las historias suceden en plazas, pero acá, por estos pagos al menos, sí. La plaza esta, no tan grande como debería después de tanto años de agrandarse, tenía pies. Esta plaza siempre tiene pies. El recubrimiento de los pies fue cambiando con cada tiempo, también las cantidades y las pisadas. Hubo épocas donde sólo se llenaba de elegantes zapatos lustrados. Pasó, sin embargo por unas alpargatas avejentadas y pies descalzos. Se llenó de botas unos años, muchas botas, y se cambió por zapatos de mujer, en ese caso eran de a cuatro. Rondas de cuatro pies en zapatos de mujer.

La plaza, esta vez, se llenó de zapatillas gastadas. Estaba la plaza, con sus zapatillas a cuestas y, como en la mayor parte de los casos, las zapatillas llevaban a cuestas personas. Las personas arrastraban las zapatillas, aunque a veces, entre un canto de angustia solían volar a unos centímetros lejos del suelo. Cuando eso pasaba, hay quienes sostenían, la plaza sonreía; de alivio diría cualquiera. Pero no. La plaza sonreía de alegría, había escuchado que había muerto alguien. Esa plaza, si de algo sabe, es de sangre. Justamente aquel que había muerto, le contaron, era el responsable de que hace años ella no tuviese que andar limpiándose esas manchas rojas, las cuales acumulaba con una sabia tristeza. La plaza sonreía, no tanto por la ausencia de sangre, o por la muerte del hombre, sino que sonreía porque había aprendido que cuando la gente salta es porque algo todavía queda. La plaza recordó esos tiempos donde nadie andaba despegando los pies de sus pastos bajo canticos difusos. El hombre que había muerto, recordó la plaza, era quién había logrado responsabilizar a los responsables de tanto pie pegado al piso.

Las personas, que también es costumbre en este país que las historias sean con personas, estaban con los ojos aguados. Los ojos que andaban exprimiendo las lágrimas, sabían que ese llanto repercutía tanto en la plaza como en el alma. Las personas, que lloraban y percutían la plaza con sus saltos, se desgarraron la garganta con gritos agrios y dulces. Las personas eran conscientes de que aquel dolor en el alma y ese desgarramiento de las cuerdas vocales, de ahora en más, sería permanente. Las personas, sin poder evitarlo, se encontraron en una contradicción magnífica entre el luto de este octubre maldito y la esperanza de esa plaza tan repleta como la de aquel octubre bendito. Las personas pensaron que era mejor no pensar, también creyeron en cosas que no creían y miraron a cielos donde, racionalmente, sabían que no había nada. Las personas recordaron al hombre, a ese que tantas sonrisas les había producido, ese que tantas gargantas había curado, ese que había roto sus silencios, ese que había vuelto a llenar a la plaza.

El hombre, por su lado, estaba encerrado y libre. Una parte de él andaba con claustrofobia. La otra parte, en la plaza. El hombre era bien inteligente, y pensó que para qué le serviría tanto libro ancho ahora. El hombre, antes de meterse en las gargantas, visitó a su mujer. La mujer del hombre no podía dejar de salpicar angustia. El hombre besó a su mujer, recordando con el cuerpo incorporo, ese primero, de unos 35 años atrás. La mujer recordó lo mismo. El hombre miró a su mujer y la notó, tal vez, más hermosa de lo que nunca podría haberla notado. El hombre la vio fuerte y débil y quiso quedarse. El hombre se enojó un poco hasta que escuchó un par de palos en una par de parches. El hombre sintió su plaza, que de ahí en más sería suya. El hombre, ese que había hecho algunas cosas que quedarían grabadas en piedras, sonrió de costado y cuatro lágrimas le cayeron de cada ojo.

El hombre pisó la plaza, quién sonrió porque el hombre la andaba despacito. Las personas lloraron y el hombre les tocó el hombro a cada una. Las personas sintieron al hombre, que fue dejando pedazos de él en cada quién que rozaba con la mano. Las gargantas se desgarraron juntas en un canto único. El hombre caminó para el Sur. Por qué, no sabría decirlo, pero acá en este pago grande, que es mi país, todas las historias terminan en el Sur.