27.7.10

La montaña

Estaba sola, como solía estar en invierno, en verano, en las primaveras y en los otoños. Tenía el frío en la piel, un poco metido en los huesos. Estaba emponchada, con lanas gruesas de pueblos bonaerenses. No era, para nada, un invierno aspero, a decir verdad la calidez de la costumbre solía entregarle el fuego que muchas veces le faltaba. Miró atrás, sin retorcer el cuello, habían pasado varios años enterrada. En montañas de tierra negra que ella misma había logrado tomar, con su propias manos, hasta que se le llenaran las uñas, de una capa fina y penetrante, de una suciedad propia y buscada. Tranquila, sin apuro, tardó mucho en taparse hasta el cuello. Lo había logrado, el primer día que notó toda esa carga de protección, sonrió. Al fin, lograba sentirse conforme con su propia existencia. Había logrado hundirse en ella. Nadie, ni siquiera su propio ser, sería capaz de desenterrarla, pensó.

Tal vez, si alguien hubiese intentando, tal vez. No era una cuestión de esfuerzo, ni fuerza, sino de maña, como diría las viejas. Una simple cuestión de insistencia, de imponerse frente a esa montaña húmeda. Pero quién podría ver los ojos verdes detrás de toda esa inundación negra. Quién fuese capaz de ver más allá. Sin duda habría que tener una fe que no se concibe por estos días en el mundo. No era tanto empezar a sacar tierra el problema, más de una se hubiese enchastrado las manos por la simple intriga. Lo que mataba era la sensación de inutilidad, por cada grano de tierra que se lograba despegar de la montaña, parecían caer toneladas sobre uno mismo. El miedo, atroz de terminar en una fosa común cerca de ella, dominaba a cualquiera. El silencio, también, era otro de los temores, muchas preguntaron si quería ayuda, si estaba viva, si respiraba, y las respuestas eran como cartas perdidas. De vez en cuando se encontraban poemas tirados cerca, que comentaban de su triste y cómoda soledad.

Hay quienes aseguraban que ella estaba muerta. Otros, de esos liberales, juraban que ella estaba feliz. Todos opinaban sobre la mujer bajo la montaña, todos menos ella. Ella había preferido ahogarse, en un silencio tal, que despellejaba gargantas.

Con el tiempo, la montaña pasó a formar parte del paisaje del mundo, como tantas otras, se le dio un nombre, se le impuso un sentido y se llenó de hablas extranjeras. De comidas autóctonas, de olores folclóricos, de flashes de cámaras. Con el tiempo la mujer se convirtió en mito, el mito en cuento, el cuento en susurro, el susurro en olvido. Como tantos otros. Se dice aún que ella sigue ahí, tal vez esperando a quién la saque, tal vez esperando por salir. Tal vez ya sin aire, fría y huesuda. Esa posibilidad se descarta rápidamente, cuando cada tanto un poemas se escabulle sucio y húmedo de entre las piedras. Algún que otro apasionado se pone a escarbar. Locos, les dicen los del pueblo. Yo, tal vez, seré uno de esos.